La historia es la respuesta de las sociedades a los retos a los que se han enfrentado, nos dice Toynbee. Una mirada a los eventos ocurridos en el Puerto Rico del siglo XVI nos ayudará a conocer el punto de partida de nuestra trayectoria como pueblo inserto en la civilización occidental, puesto que muchos de los desafíos que se enfrentaron entonces se han mantenido como una constante en nuestra historia: la emigración, la despoblación y la inmigración ilegal, la participación laboral, la economía informal, la dependencia en la importación de alimentos, los retos de educación y salud, y la necesidad de ofrecer incentivos tributarios para sostener la economía, entre otros. Lo único que no repetimos es las agresiones armadas sobre nuestro territorio.
En la rebautizada isla de San Juan Bautista, actuando en el mundo iberoamericano del Quinientos, los habitantes gravitaron entre el optimismo, la abundancia, la necesidad, y la desesperación. A lo largo del siglo, la Isla pasó de ser una posesión atesorada por los Reyes Católicos, quienes procuraron su ennoblecimiento, a un territorio rezagado, cuyo valor para el imperio yacía únicamente en su posición estratégica como entrada al Caribe. El epicentro de la administración de las Indias abandonó el Caribe para mudarse a los virreinatos de Nueva España y Perú, y hasta Cuba, por ser parada obligada de las dos flotas anuales. Por periodos, no hubo disponibilidad de las cosas de España, y hasta la moneda, mala, llegó a ser rechazada por los mercaderes. Cuando la actividad económica dejó de producir rentas para la Corona, se tuvieron que hacer ajustes para evitar que la Isla – aunque quizás debemos decir, las ciudades – se despoblara. Desde la perspectiva humana, de vivir en la tierra de la promisión, los habitantes de Puerto Rico quedaron en un limbo dentro del imperio.
La empresa imperial enfrentó problemas tempranamente en sus primeras colonias en América. Los numerosos mecanismos administrativos y los organismos de contrapeso de los gobiernos locales se convirtieron en insuperables barreras para la iniciativa privada. Las decisiones que afectaban el bienestar de la Isla, desde las más relevantes hasta las más insípidas, debieron ser consultadas, y fueron tomadas, por el rey y su Consejo de Indias, quienes llevaban la voz cantante en la política fiscal, administrativa y hasta social de sus colonias. Como agravante, siendo una misma persona, hasta mediados de siglo, la América del rey de España competía por recursos con la Europa del emperador de Alemania, que perennemente se encontraba en guerra. Los intereses y necesidades surgidos de los conflictos de los Habsburgo en el Viejo Mundo exigieron de cada maravedí disponible, que fue tomado del Nuevo. Así fue naciendo una cultura en la que la responsabilidad de las decisiones se relegaba a otros, a quienes se atribuía el bienestar o las penurias de la colonia (utilizando intencionalmente el término de Trías Monje).
El comercio fue uno de los aspectos sujetos al más rígido control, aunque no siempre efectivo. Los puertos con los que se podía comerciar, los artículos que se podían vender, hasta los periodos en que los barcos mercantes saldrían para las Indias, todo respondía a las decisiones de la Corona, no a las necesidades de los mercados. Esto parece irónico, cuando la colonia no producía metales ni piedras preciosas, y los ingresos del imperio se fundamentaban en los gravámenes relacionados al intercambio comercial, fueran sobre bienes o la compra de esclavos. Como todo se debía adquirir a través de las importaciones, el comercio representó una ruta de escape del oro que se recogía y fundía en la Isla, llegando a Sevilla a manos de los socios de los mercaderes establecidos aquí.
A pesar de cultivarse algodón por periodos, no hubo una industria textil reconocida. Como agravante, las preferencias de los isleños hicieron que las telas se tuvieran que importar desde la península. Su falta de disponibilidad por vías oficiales generó una oportunidad para los enemigos de España, convertidos en amigos del pueblo, quienes ofrecieron las apreciadas telas a precios tan bajos como los de los mercados de Sevilla. Queda por estudiar cómo estas telas se convertirían localmente en sayos, jubones y otras piezas de vestir.
En los primeros años de la colonización, se tomaron previsiones para garantizar la alimentación del ensamblaje relacionado a la minería del oro. Se producía pan y otros productos agrícolas en varios puntos de la Isla, y se aseguró el suministro de carnes. Sin embargo, fuera del comercio con otras islas y provincias, España no fue mercado para ninguno de ellos. Los grandes productos de exportación serían el azúcar, el jengibre y los cueros; en ellos Puerto Rico no tendría ventajas competitivas, puesto que otras colonias, como la Española, producían y exportaban lo mismo, y en mayores cantidades. Aun siendo de valor comercial, la explotación agrícola se estancó por la falta de mano de obra. La ausencia de súbditos de la Corona española para realizar los trabajos del campo y de los ingenios, y la prohibición al paso de extranjeros, entre los que se encontraron los portugueses, identificados como mejores labradores que los castellanos, llevaron a peticiones de esclavos negros que fueron generalmente desoídas.
La escasa producción local para exportación restó atractivo a la Isla como mercado, y convirtió el sistema impositivo en una gran carga. El sistema de flotas alejó a los mercados de Europa y encareció los precios. El resultado de estas condiciones restrictivas fue que la isla de San Juan, al igual que otras en el Circuncaribe, en ausencia de industrias locales, necesitó de ayudas reales para garantizar su subsistencia. En consecuencia, coexistieron durante el siglo los sistemas oficiales, y numerosas y duraderas exenciones. Podríamos sintetizar la historia económica de Puerto Rico en el Quinientos como la lucha entre un insostenible sistema impositivo, y una política de mercedes y exenciones que lo modificaba o suspendía por largos periodos de tiempo, bajo una monarquía absoluta que desatendió las oportunidades de sus pequeñas colonias en favor de las grandes productoras de oro y plata.
La innovación, que hoy día es sinónimo de empuje y es recompensado, en el Quinientos representaba desobediencia, y era castigada. Fuera de los ingenios de azúcar, inicialmente subsidiados con préstamos de la Corona a cómodos plazos, existió un estrecho margen para la iniciativa individual, imperativa en momentos donde había que actuar ante la inacción de la Corte y la amenaza de ataques extranjeros; la práctica de condenar cualquier acción local fuera de las directrices autorizadas forzó a la pasividad y la dependencia en las decisiones que se tomarían en la península, y que serían notificadas a los oficiales insulares muchos meses después de presentadas las solicitudes. De esta manera, un gobierno incapaz de sostener y desarrollar la Isla, incapacitó también a los vecinos de generar actividad e independencia económica para beneficio de la Corona.
En el ámbito humano, la población siempre fue frágil, y la vida para muchos, precaria. Aquí debemos señalar el mito de los presos como pobladores de Puerto Rico. Ponce de León trajo consigo gente desde la Española para la empresa conquistadora, Sotomayor trajo hidalgos, y los que les siguieron, debieron pasar por un procedimiento administrativo para lograr embarcarse a América. Algunos de estos se fundirán con la población aborigen, y en la tierra adentro, con negros, para formar una gente nueva.
Los ruegos para el envío de hombres y mujeres para poblar, ya fueran peninsulares, canarios, o portugueses, cayeron en oídos sordos. En un vaivén violento, los pobladores pasaban del optimismo, ante las perspectivas económicas que se presentaban el oro y el azúcar en un momento, al más profundo pesimismo, provocado por la constante amenaza de los ataques de caribes, franceses e ingleses, y los elementos naturales. Nunca llegaron los millares de esclavos negros e indios araucas requeridos para trabajar los ingenios, ni los labradores canarios, castellanos o portugueses para la tierra adentro, ni los soldados ni la artillería necesaria para defenderse de las agresiones extranjeras. El riesgo de la despoblación y abandono se mantuvo sobre la cabeza de los oficiales reales como la espada de Damocles.
El régimen castellano, incluyendo sus conceptos estamentales de la sociedad y la mentalidad religiosa, resultó más que un molde que dio forma al nuevo pueblo; fue un techo que impuso limitación a las posibilidades de crecimiento, y, en algunos casos, un suelo férreo que evitó que muchos pobladores echaran raíces en él. Esto obligó a quienes optaron por quedarse en ella a adaptarse en uno de dos mundos: el de las ciudades, o el de la tierra adentro. En ambos, surgió un nuevo Hombre que se adaptó a sus condiciones, y desarrolló aguante y conformidad con sus circunstancias de vida.
Tanto la vida como la muerte estaban reglamentados. Para pasar a las colonias, y no todos podían hacerlo, las personas, junto con sus posesiones – armas, joyas, esclavos, criados, mercadurías – requerían de licencias que determinaban qué y cuántos artículos o personas se podrían llevar. Había reglas para la vestimenta y las joyas que se podían usar, y hasta para la manera en que los tutores manejarían los bienes de los menores bajo su cargo. Los funcionarios reales tenían que pedir permiso hasta para casar a sus hijas. Cuando una persona moría sin testamento (abintestato), sus bienes eran tomados, contabilizados, vendidos, y los ingresos enviados a Sevilla. No en balde infinidad de moradores le dieron la espalda a la vida en las ciudades y optaron por la libertad que ofrecían los campos, la tierra adentro.
La merma en entusiasmo, actividad económica y población impactó también a las instituciones gubernativas, tanto seculares como eclesiásticas. Con el mayor de los optimismos, a la Isla se asignaron altos números de puestos en ambos cabildos. Sin embargo, estos fueron reduciéndose porque no había quién los ocupara. En el caso del catedralicio, los diezmos recogidos apenas daban para cubrir la cuarta parte que tocaba al obispo. En el secular, se reducía el número de regidores según progresaba el siglo porque no había población ni necesidad para ellos.
Convertida en un agente de la administración imperial, la Iglesia dominaba la vida privada, y la pública. Funcionaba administrativamente como parte del ensamblaje, sometida a la Corona, siendo financiada, y vigilada por ella. Para efectos prácticos, a la Iglesia se le impusieron los roles de registro demográfico, departamento de salud, departamento de instrucción, y hasta de policía.
La ciudad estuvo en continua construcción. La catedral parecía no poderse completar nunca. Los adelantos que se lograban podrían ser echados al suelo en un momento por un huracán, o por las condiciones climatológicas que pudrían las maderas. El paisaje urbano no sería como el que hoy conocemos. Aunque nos parece impensable hoy día, la isleta de San Juan era compartida por un bosque y una pequeña área urbanizada, con animales pastando, donde prevalecían las casas de madera, con techos de teja o paja, y hasta bohíos, pudiéndose contar con los dedos de una mano las casas de piedra. El oportunismo político de los gobernadores de turno retrasó la construcción de las fortificaciones: cada nuevo gobernador descartaba el trabajo y los adelantos logrados por el anterior, y proponía su propio plan.
Con todo, San Juan y San Germán se convirtieron en microcosmos, aunque muy pequeños, donde se reproducía la vida al estilo español. Sus habitantes continuaron con sus convenciones, reglas, modas, comidas con productos importados, bajo los ojos y oídos fiscalizadores de las instituciones imperiales de la península y de la Isla. Las familias que tuvieron acceso al poder protegieron sus privilegios, y contra viento y marea, se aferraron a sus regimientos y funciones, pasándolas a sus hijos y sus yernos. Con el tiempo, lo extendieron más allá de la ciudad amurallada, hasta los terrenos que poco a poco fueron dominando con sus estancias, haciendas y hatos.
La bahía de San Juan se convirtió en un separador más allá de la geografía, casi en una muralla invisible. A cada lado de ella, se fueron formando dos perfiles opuestos de colonos. Los residentes en la ciudad luchaban por compartir el ejercicio de poder con los oficiales reales designados y enviados por la Corona. Allí se mimetizaron los valores europeos. Los de la tierra adentro, los obviaban. Convivieron, entonces, en la Isla, dos sociedades paralelas: una altamente reglamentada – y documentada – y la otra casi invisible, identificable solamente a través de la mirada fiscalizadora de gobernadores y obispos. En la llamada tierra adentro, lo que hoy conocemos como “la Isla”, se fue desarrollando un carácter diferente, y hasta opuesto, que se desligó de las convenciones españolas.
Aquellos que vivían alejados de los centros de poder fueron dando forma a una manera de vida diferente. En la tierra adentro se acogieron individuos considerados “prohibidos”, destacándose los portugueses quienes, proponemos, dejaron su profunda huella en nuestra manera de hablar campesina. El abandono, la necesidad y las oportunidades los llevó a un estilo de vida alternativo, condenado por las convencionalidades del momento, pero difícil de fiscalizar: el comercio irregular con extranjeros, el concubinato, la endogamia, el mestizaje, la libertad de los esclavos en las estancias y los hatos en los campos, el alejamiento de la reglamentada vida cristiana, y hasta de sus sacramentos. Se formaba un pueblo con una economía paralela a la oficial, y sus propias reglas sociales, en el corazón de la Isla, allá, en la tierra adentro.
Junto a este cuadro tan pesimista, hay que señalar que no todos los pobladores tiraron la toalla. A lo largo y ancho del siglo encontramos individuos que supieron enriquecerse dentro – y al margen – de las posibilidades de la colonia. Fueron estos los hombres – y algunas mujeres – cuyos nombres se incluyen en la historiografía relacionada al periodo. Tras acaparar grandes sumas de oro a través de la minería, o del comercio, supieron hacerse de un lugar en la sociedad estamental, y penetrar los cabildos seculares y catedralicios, ejerciendo presión sobre el poder imperial representado por el gobernador y los oficiales reales. Algunos supieron ennoblecerse a través de matrimonios ventajosos; otros traían la nobleza desde España, y algunos pocos lograron conseguirla a través de mercedes reales en premio a sus servicios a la Corona. Desde los cabildos, promovieron sus intereses, y se convirtieron en los hombres más ricos y poderosos de la colonia.
Desde el estamento opuesto, algunos esclavos y mulatos consiguieron la libertad y se convirtieron en artesanos, encontrando su puesto en los más bajos escalafones del esquema social de la ciudad. Hubo otros que apostaron por abandonarla para incorporarse a la población de la tierra adentro, donde su liberación de los convencionalismos castellanos los hizo objeto de duras críticas. La cultura que surgió de la hibridación de estos diferentes grupos se convertirá a su manera en una forma de resistencia.
El siglo terminó con dos grandes sustos, cuando por poco, la primera vez, y por poco tiempo, la segunda, caímos en las manos del enemigo inglés, que codiciaba la ventajosa posición geográfica de Puerto Rico. En estos dos eventos, que tuvieron tan solo tres años de separación, se hizo patente la fórmula ganadora representada por una dotación militar adecuada para afrontar los riesgos, en el caso de Drake, y la situación contraria, con una dirección débil y hasta cobarde bajo la dirección del gobernador, en el caso de Cumberland. La estrategia militar en la primera ocasión, con Drake, y una peste que se convirtió en una bendición, con Cumberland, nos libraron de estar escribiendo este libro de historia de Puerto Rico en inglés. El susto, que se repitió en variados puntos del Circuncaribe, dio pie al programa de construcción de murallas que aportó a la isleta la apariencia que hoy conocemos, pero que la cerró aún más del mundo.
Y así, a lo largo de 93 lentos años, desde la perspectiva imperial, la Isla pasó de ser la tierra prometida a un lugar estancando económica y demográficamente, alejado de los focos de interés comercial. Sin embargo, su posición privilegiada a la puerta de las grandes Antillas aseguró su subsistencia por razones geoestratégicas, siendo reconocida, irónicamente, como un punto débil sin el cual, por caer en manos enemigas, sería difícil sostener el imperio. ¿Bendición o maldición?
¿Dónde quedaron los habitantes de la isla? ¿Cómo los impactó la constante amenaza de caribes, franceses, huracanes, ingleses, oficiales corruptos, abuso de poder, la necesidad de vivir al margen de la legalidad en el comercio? Esta sucesión de eventos y circunstancias dio pie al surgimiento de un espíritu de resiliencia. Ya fuera poniendo sus destinos en las manos de Dios, o dejándolos a la suerte, los pobladores aguantaron, viviendo de reto en reto. Y junto a la resiliencia, brotó un ingenio para poner buena cara, aunque la procesión fuera por dentro. Esta característica será fundamental en la personalidad y ethos del puertorriqueño – llamándonos como nos llamaran – en los siglos posteriores.
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